miércoles, 19 de mayo de 2010

En honor al hombre sin entrañas de Quim Monzó

La mujer sin compromisos se despertó como cada mañana, a las ocho menos cuarto en punto en una gran cama vacía. Cuando disponía a levantarse para comenzar la rutina matinal, notó una extraña sacudida en su pecho.

Apoyó lentamente los brazos para caer en su alfombra, sintió que de alguna forma su corazón había dejado de latir. Inmediatamente, se llevó la mano hacia el lado izquierdo y respiró aliviada aunque un poco confusa al comprobar que efectivamente, su corazón seguía latiendo, pero a un ritmo poco usual. Cada latido se retardaba más de un minuto, por lo que asustada, volvió a caer sobre la cama con el móvil en la mano, dispuesta a llamar a un médico de urgencias.
Miró el reloj. Eran ya las ocho y cinco.

La mujer que desayunaba todas las mañanas una tostada con requesón y café con una nube de leche fría, continuaba con sus dos manos sobre el noroeste de su pecho totalmente ajena a lo que su cuerpo había estado planeando durante el sueño y que había producido como resultado un aletargamiento en sus constantes vitales.
Decidida a cumplir sus deberes con la cotidianidad, volvió a intentar levantarse de la cama. Esta vez lo consiguió. Una vez alcanzada la verticalidad debida caminó por el largo pasillo que conducía hacia el cuarto de baño, y tras varias respiraciones que había aprendido en un absurdo intento de acercamiento a la filosofía oriental y el zen, se miró lentamente al espejo, descubriendo horrorizada, que su piel estaba totalmente blanca.
Respiró hondo de nuevo cuando un leve pulsar se instaló en su cuello.

La mujer que en su infancia había pasado los veranos embobada, en una pequeña playita frente al Atlántico, sentía como nunca había sentido jamás, las venas de su garganta conduciendo la sangre hasta el cerebro.
Perdida en los años que había pasado en la facultad de derecho y no en la de medicina, volvió en sí y se deslizó hacia el dormitorio en busca del teléfono. Marcó nerviosa el número de urgencias y al cabo se encontró en una sala verde de indescriptible olor verde esperando su turno para ver a un médico.


Su corazón seguía latiendo al tiempo que marca la vuelta del segundero de un reloj y se mantuvo así inalterable en el trascuro de su inspección por un especialista.
Nada. Su gran pelota roja, bombeaba a un ritmo lento, pero constante. Suave pero preciso, intranquilo, pero dispuesto. Allá donde reinaba la incertidumbre, se erguía la certeza de seguir viva.
Le dieron el alta sin complicaciones.

Luego de numerosas visitas y segundas opiniones que recogió de médicos de renombrado prestigio, la mujer de mejillas rosadas cuyo color no recordaba, tuvo que conformarse cabizbaja con un saludable diagnóstico que en nada la satisfizo ante la evidencia de sus extravagantes síntomas.
Sea como fuere, era perfectamente consciente de que un extraño cambio se estaba operando en su cuerpo.

En un lapso de renaciente salud- que duró apenas un par de días- la mujer que había sido mujer de la vida de muchos, recobró la normalidad en el pulso cardiaco, y con esto, parece que también la cordura.
Volvió a ir al trabajo, como acostumbraba cada mañana, en sintonía con el programa radiofónico que la acompañaba en el coche en el trayecto al despacho. Volvió a archivar documentos, a redactar recursos, a defender lo absurdo y a vestir toga negra que escondía sus piernas envueltas en medias cristal sin demarcación.

Y en esta vuelta a lo cotidiano, volvió a establecer el contacto con uno de sus amantes al que tenía más que olvidado.
Amante que en los últimos meses, se había ido transformando en ese algo más que no se qué, que caracteriza a las relaciones personales temporales pero muy intensas.
Lo cierto era que últimamente se habían ido acortando los plazos entre cita y cita. Además, alguna escapadita romántica de fin de semana parecía haber puesto en jaque aquella norma no escrita por la cual, más de 48 horas junto al mismo hombre, implicaba la destrucción del preciado sexo libre y sin compromisos.

Aunque había tenido ya más de un desengaño, por lo que la fórmula copa-charla interesante- noche salvaje-desayunas en tu casa, le había resultado más que preventiva contra la insatisfacción sentimental, últimamente había empezado a sentir algo diferente por el hombre de entradas grises y brazos vigorosos.

No obstante, pensó que quizá no fuera mala idea, repetir una de esas escapaditas libres de estrés, para desactivar cualquier posibilidad de que su extraña y al parecer, ilusioria enfermedad volviera a aparecer sin previo aviso.

Así que descolgó el teléfono y marcó el número del hombre de sienes blanqueadas y siempre disponible, que como ya esperase la mujer con intereses, aceptó sin preguntar la propuesta de intimidad para el final de la semana.

Al caer el minutero en el último lapso de tiempo que cerraba la jornada laboral de la mujer que en la adolescencia había aborrecido las decisiones importantes, bajó al vestíbulo del edificio en el que trabajaba y montó en un destartalado citroen Zx, rumbo a una encantadora casita rural, deleite de los profesionales liberales.

Allá conversaron largas horas, bebieron vino y tomaron té e infusiones frente a la chimenea. Gozaron de sus cuerpos devorándose las células y a ratos, hicieron el amor.
Después de un largo y expansivo orgasmo, la mujer que siempre había estado contenta con su cuerpo, se metió en la ducha para bajar a cenar con un olor un poco más decente.


Bajo el chorro cálido de una ducha de diseño que aunaba tradición y modernidad, lo rural y lo urbano en numerosos agujeritos surtidores de placer, comenzó a notar de nuevo, su corazón en un decelerado devenir.
Un punzante dolor se instaló en su garganta, convirtiendo su respiración en un quejido arritmico y agonizante.
Asustada cortó el agua y se puso el albornoz. Salió a la habitación donde el hombre de pelo suficiente en el pecho y sonrisa charlatana le esperaba con un par de copas de champán en la mano.

Se acercó confusa hasta él y a medida que se iba aproximando una náusea le trepaba desde el estómago a la garganta, de la garganta a la boca y entonces se pudo oir un leve pero más que audible sonido:

…t….tee….teeeqq…..teqquuu…tequuuii….tequierrrr…….te quierooo…

Y acto seguido ante la atónita mirada del hombre de entradas grises dispuesto a darse entero, su abdomen explotó en pedazos, salpicando las blancas paredes de cuajos de bilis negra.

Entonces, la mujer sin miedos se levantó de la cama (a la que había llegado propulsada por el inoportuno estallido de sus vísceras) y cogió su maleta vacía.
Aun un poco mareada por la pérdida de masa vesicular, se tambaleó hasta la puerta, volvió la vista hacia el sorprendido hombre de mirada tranquila y barbilla sincera. Acto seguido, atravesó el umbral de la coqueta habitación convirtiéndose en la mujer sin problemas amorosos.

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