La chica que por un día sustituyó su pequeño bote de gloss por barra de labios mate(fuerza mayor: fin de existencias) pensaba que qué carajo significaba aquello de allegro moderatto si escuchando a Bach se le estaban saltando las lágrimas.
Sentía como si el arco del violín estuviera desgarrándole el pecho y cada vez que se elevara su tono, su ánimo subía al infinito para luego, dejarse caer hacia el vacío, hacia el silencio, amortiguada tan sólo por el susurro del clave que se apaga.
Un clave bien temperado dicen, y a ella se le llenaba la boca del estómago de hormigas al escuchar el descenso de la melodía. Era el final, como una muerte hecha pentagrama, así que decidió pasarse a la tocata y la fuga.
La chica que tenía una adicción incomprensible por el pegajoso barniz de labios pensó que era injusto buscar refugio en la música clásica y encontrar tan sólo desasosiego, un pulsar de las entrañas como se pellizcan las cuerdas del traste del cello hasta hacerlo sangrar en corcheas.
La chica que de tanto en tanto parecía y era más inteligente de lo que los demás pensaban, se dijo para sí misma que ya no podría encontrar refugio en las palabras, ni en el lenguaje, porque había veces que no comprendía su mensaje. Porque había veces que una nota, un susurro, un descuido del viento era capaz de transmitirle una verdad más fiable.
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