domingo, 28 de octubre de 2012

Sigo soñando

Este texto corresponde a un ejercicio de un curso que estoy realizando en este momento. En el enunciado se nos preguntaba qué había significado para nosotros el cine y la televisión. A mediados de los años 90 emitían en Canal + una serie que me encantaba, cuyo nombre no me acordaba hasta hoy: Sigue soñando. Creo que es el título perfecto para esta entrada, ya que su recuerdo, me inspiró las líneas que aquí siguen. Espero que os guste.




Me siento en el sofá, muchas veces aunque sea verano, me pongo la manta como un acto reflejo. Enciendo la televisión. Siempre he pensado que he sido una persona poco apegada a la tele, que no me he expuesto en exceso. Y sin embargo, en el momento en el que me vuelvo a sentar día tras día, como un ritual, un ratito aunque sea, a ver la televisión, estoy repitiendo algo que durante años he hecho de manera inconsciente.
Supongo que será porque cuando yo nací nos acabábamos de cambiar de casa, mis hermanos consiguieron el perro y mi padre el coche nuevo. Y como toda buena familia de la década de los ochenta, teníamos otra excusa para mantenernos unidos: la televisión. Era un mamotreto grande, marrón imitando a madera con unos botones desproporcionados que servían para cambiar de canal. Nunca había mucha discusión acerca de qué ver. Me suenan mis palabras como las de una abuela cuando apenas han pasado treinta años. Pero sí, todavía no teníamos más que “la uno y la dos”.  Y como había que cambiar manualmente, nuestros padres nos dejaban elegir, porque ellos preferían quedarse en el sofá, ignorándose. Las cosas no iban bien en casa y el momento sofá y tele era el único en el que al menos, su silencio mezclado con la campana del Un, dos, tres nos evitaba broncas colaterales y llantos en la cocina.
Recuerdo también las tardes en el cine de Diego de León y en una sala pequeña que había en Ortega y Gasset donde vimos el estreno de La historia interminable. Esas tardes sabían a caramelos de Drácula y palomitas y a dolor de tripa al llegar a casa.  Asocio películas a días de lluvia, churros y chocolate en “el Pauli”, como Los Goonies (que grabamos de la tele)  o cuando mi hermano mayor se obsesionó con Regreso al futuro y nos retó a verla al menos 10 veces. Sí, Doc, has sido siempre una paradoja en mi vida.

Cuando todo se puso feo y nos dimos cuenta de que nuestros padres no solucionaban las cosas como los de Enredos de familia sino más bien como los de La guerra de los Rose, mi madre alquiló un apartamento en el que comenzamos a vivir las dos juntas. Las visitas eran alternas (martes y jueves, un fin de semana sí, otro no, lo tengo en la cabeza como un mantra) y como nos quedaba poco tiempo para poder jugar juntos, mis hermanos y yo, dejamos de ver la televisión.  A mi madre nunca le ha gustado y por aquello de que no me quedase callada en las conversaciones del recreo, me compró una Elbe pequeñita, gris, de unas catorce pulgadas que parecía un monitor de Spectrum  y la puso encima de mi mesa, en  mi cuarto. Mi habitación en aquel momento era tan grande como una tienda Quechua uniplaza, así que más que gustarme el hecho de poder controlar lo que veía, la tele me molestaba y me quitaba espacio para estudiar.  Solía ponerme en la mesa del salón en cuya librería reinaba como un rascacielos una cadena Pioneer que había ganado claramente la batalla a la televisión. Por aquel entonces, mi educación audiovisual era bastante extraña. Yo aprovechaba las tardes que mi madre llegaba tarde del trabajo para ir a casa de mi vecino, Jose, que vivía con tres gatas y una paloma y que tenía una gran tele con mando a distancia y vídeo (al mudarme de casa, el vídeo se lo quedó mi padre) y todas las películas de Disney en versión original. Reconozco que yo, no me enteraba de nada, los diálogos eran lo de menos, pero su casa era mágica, llena de antigüedades, alfombras traídas de diferentes partes del mundo, santos, libros en pasta de cuero, cartas del  Tarot, fotos de Rocío Jurado firmadas y un altar con la Virgen del Rocío a la que cambiábamos la ropa como yo hacía con mi Nancy. De este modo, el mundo de las princesas vino a mí envuelto de un halo mágico y totalmente desprovisto de una lectura hegemónica. Porque esa casa, ahora pensándolo con el tiempo era lo más queer que podía existir en el barrio Salamanca de Madrid en los tempranos noventas.  Y he aquí que con la llegada de los canales privados, esa pequeña tele gris volvió a ocupar un gran espacio de mi vida. Juana y Sergio y Julia me han quitado horas de estudio y de sueño y me regalaron mi pasión por el voleibol. Yo que era una niña escuchimizada, tímida y empollona que comenzó a desear la hora del recreo como nunca antes  había pasado. Organizábamos liguillas entre clases y a cada uno de nosotros se le asignaba un personaje por unanimidad. Mis potentes saques ensayados antes de volver a casa cada tarde y mis recepciones precisas gracias a vivir en un primero y no molestar a nadie con el balón, me hicieron ganarme el mote de Juana. Esa serie me ha marcado porque me dio una pasión y un modo de evadirme de otra forma que no fueran las interminables series de Barco de Vapor o las noches en torno a la radio en casa de mi padre escuchando Sábanas blancas en Radio Nacional.

La tele en los noventa, me normalizó. Y me ayudó a socializarme. En el 92, tras un verano de Expo y Disneylandia (seguía siendo fan del fenómeno Mickey) nos mudamos a la Coruña. Entré en un nuevo cole y aprendí a  divertirme bajo la lluvia. En el colegio se daba gallego y a mí me ofrecieron la posibilidad de no hacerlo de modo obligatorio. Pero yo había pillado el truco a esto de ser nueva. Si veía los dibujos de la TVG, tenía inmediatamente tema de conversación y de juegos, así que me apunté de cabeza a gallego para poder ver Capitán planeta o Dragon Ball.  Recuerdo también otra mezcla extraña de influencias. Por una parte, con diez años supe que quería dedicarme a la biología o a la medicina (se ve que, para vidente, no sirvo). Lo supe por La vida es así, que me tuvo como loca queriendo conseguir el esqueleto que regalaban con la serie, y cuyas enseñanzas sobre genética he aplicado hasta selectividad. Pero por otra extraña razón, a mí también me divertía hacer el baile de las Mamachicho. Y sí, por primera vez, después de Barbies y princesas Disney  vi la diferencia de lo que era ser niña y no un niño. A mí me hacían mucha gracia y me encantaban los trajes que llevaban puestos en el VIP noche, yo solo veía el disfraz. Con el tiempo me he planteado cómo pudimos crecer rodeadas de Chicas “Chin chin” y muchachas en bikini bañándose en un jacuzzi con Gil y Gil, ahora no sé qué influencia han tenido, pero la cosa es que me sé entera el Mama Chicho me toca.

Como recompensa por el cambio de ciudad mi madre no compró un vídeo, que era lo que yo le pedía, sino que trajo el Canal +. Mi preadolescencia está llena de imágenes de películas de Almodóvar que mi madre nunca supo que vi, porno a rayas y documentales de la BBC. Hubo una serie que me marcó pero que nunca me acuerdo cómo se llama, que echaban en el plus como en el año 95. Se trataba de un hombre que había crecido pegado al televisor. De modo que todo lo que le sucedía en la vida, podía asociarlo con una imagen, una película o un momento de un programa de televisión.  Me encantaba saber que era la única de mis amigas que podía ver esa serie, y el hecho de no comentarlo con otra gente, la hacía como mía.  Durante un tiempo intenté hacer algo parecido y cuando veía algo en la tele o el cine que me gustara, intentaba asociarle un recuerdo. Por ejemplo: Tacones lejanos/Luz Casal en el R5/muñeiras/disfraz de Cenicienta. Así tengo fragmentos de memoria prendidos a imágenes que me marcaron de por vida.
Luego me reenganché a las series de familia, pero esta vez había algo distinto en ellas. Todos, absolutamente todos, eran negros. Creo que El príncipe de Bel Air, El show de Bill Cosby, Webster o Cosas de casa hicieron que nunca pensara en la diferencia, ya que sus historias eran lo único que teníamos en las tardes interminables de dolores de piernas, Bollycao y Antena 3.

Me acuerdo cuando me probé una falda y ya no me cabía. Me habían crecido las caderas (y no por los Bollycaos) y mi cuerpo adoptaba una forma extraña entre tabla de planchar y guitarra flamenca. No sabía qué ponerme ni cómo ponerme. Hasta que llegó Blossom. Esta sí que es una de esas series que le cambian a una la vida con 13 años. Todavía tengo los gorros que me compraba mi madre en Londres cuando íbamos a ver a la familia. Flores, sombreros, mitones, medias de lana de colores a media pierna, tirantes, tules y una chica normal, en una familia imperfecta. Juro que la onda Blossom fue como un soplo de aire fresco en nuestras vidas de pavo recién estrenado y complejos hasta en la nuca.
 A partir de ese momento, tengo como un fundido en negro en el que aparecen Entrevista con el vampiro, Un pez llamado Wanda y  algunos fragmentos perdidos de La flor de mi secreto. Y casi después de estas imágenes, la televisión se mudó a un cuarto propio, “el cuartito de la tele” que ha marcado la distribución de todas y cada una de nuestras casas a partir de entonces. Si querías ver la tele, tenías expresamente que “ir” a ver la tele. Así que como ya me pintaba el pelo de verde y fumaba como una licenciada, el cuartito de la tele servía para “pitis” a escondidas y besuqueos encubiertos. La tele de fondo y ningún referente más que el que estábamos construyendo. Aunque nos hacíamos las duras, he de reconocer, que eso sí, a la hora de comer, no faltaban los episodios de un recién estrenado Al salir de clase, “alsálir” para los amigos, que nos servían de guasa y petardeo a la hora del descanso cuando nos escapábamos a “echar un pei”.

 Me recuesto en el sofá mientras ajusto la manta para que el portátil no me queme las rodillas. De fondo, la televisión. Algún capítulo repetido de La que se avecina, y pienso que hace tiempo que con esto de Internet, la tele no pasa de la tercera temporada de series como A dos metros bajo tierra.  Y lo vuelvo a hacer: A dos metros bajo tierra/asamblea/Génova/gimnasio/cocido/funk en el Clandestino.
Y finalmente, respondo a la pregunta: el cine y la televisión me han ayudado a habitar mi memoria.

viernes, 26 de octubre de 2012

Se me ha clavado el miedo
en el techo de la boca.
Como un anzuelo negro,
oxidado, de punta roma y vieja guita.
Que intenta arrancar de cuajo las entrañas
dejándome el esófago repleto
de sangre visceral, a veces rancia.
Se me ha clavado el miedo
en la garganta,
y lucho
porque de esta, no vomite
la templanza.  


miércoles, 17 de octubre de 2012

Presentación La enésima hoja

Tengo el gusto de presentaros la portada de la próxima publicación en la que saldrán varios de mis poemas junto al de otras mujeres poetas de grandes vuelos y mejores escrituras. La editorial Cuadernos del Laberinto de Madrid, nos propuso esta magnífica iniciativa en la que hemos participado escritoras de lo más variopinto y que verá la luz el próximo mes de septiembre. Hecha con mucho mimo y sobre todo, con grandes poemas, en breve estará en las librerías y tendremos la oportunidad de presentarlo en diversos foros. Espero que os guste. Si pincháis en mi fotillo, podréis ver un resumen biográfico y uno de los poemas que saldrán en este volumen. Algunos y algunas lo reconoceréis aunque con algún cambio sustancial. Muchas gracias por todo.

http://www.cuadernosdelaberinto.com/Poesia/EnesimaHojaAntologiaMujeresPoetas.html





¡Ya tenemos fecha de presentación!: viernes 19 de octubre de 19 a 20.30h. en  la Biblioteca Histórica de La Complutense Marqués de Valdecilla, Madrid. Metro de Noviciado. Espero ver caras conocidas. :)