viernes, 28 de mayo de 2010
Muda, sencillamente sin palabras,
amables o toscas, bellas o vanas.
Turbada la memoria como un clavo que atraviesa la garganta.
Sentada en un cine sin butacas, temblando en una estancia sin ventanas.
Con la lengua fuera de su sitio y las sílabas de espaldas.
Dolida, dolorida,
porque secas, quedaron
en mi boca las palabras.
miércoles, 26 de mayo de 2010
La chica de los labios jugosos y hambrientos jugaba con sus dedos y mordía impaciente sus uñas. Sabía lo que le esperaba y estaba claro que eso le gustaba, mucho, muchísimo.
Recordaba la última vez, cómo se había bebido el sudor, tragado la saliva y resbalado con el jugo de los cuerpos.
Sentía estremecerse su columna, al ritmo de la cabalgadura infinita, al son de las bocas que suspiran y de las pieles que se habitan.
Imaginó de nuevo unas manos cubriendo sus pechos, restallando las heridas marcadas por tantas batallas y haciéndolas sangrar.
La chica que antes de cada cita hacía brillar sus labios gracias a su pincel cargado de gloss, no podía olvidar que había vuelto a llorar, que había vuelto a explotar, que se había sentido atravesada por el deseo, por la pasión. Y sentía que en el fondo, todo esto que parecía algo vivido, realmente era totalmente nuevo.
Recordaba la última vez, cómo se había bebido el sudor, tragado la saliva y resbalado con el jugo de los cuerpos.
Sentía estremecerse su columna, al ritmo de la cabalgadura infinita, al son de las bocas que suspiran y de las pieles que se habitan.
Imaginó de nuevo unas manos cubriendo sus pechos, restallando las heridas marcadas por tantas batallas y haciéndolas sangrar.
La chica que antes de cada cita hacía brillar sus labios gracias a su pincel cargado de gloss, no podía olvidar que había vuelto a llorar, que había vuelto a explotar, que se había sentido atravesada por el deseo, por la pasión. Y sentía que en el fondo, todo esto que parecía algo vivido, realmente era totalmente nuevo.
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Sol de eclipse
La chica de los labios tan brillantes como un amanecer bañado por el rocío tan sólo quería llorar.
Sentía que efectivamente, todos sus temores se habían hecho realidad. Que todo lo que había temido, y todo lo que se había culpado precisamente por temerlo, no eran simples fantasías suyas.
Recordó aquella obra de teatro frente a la catedral, en la que ella aparecía rodeada de cenizas, ubicada en un espacio que parecía el campo de batalla de una guerra. Observando las ruinas de lo que quedaba de su vida.
Apenas le quedaban fuerzas para otra cosa que no fuera compadecerse. La chica a la que no le gustaba retirarse el gloss con una servilleta confirmó que nada se puede esperar de lo que no existe, de lo que no avanza, de lo que no es bueno ya desde la raíz.
Hacía mucho tiempo que deseaba sanear su vida y sin embargo, se había dejado llevar, se había dejado ilusionar, iluminar por lo que al final, no había sido más que un espejismo.
Se había quedado cegada por aquellos ojos de sol de eclipse.
Sentía que efectivamente, todos sus temores se habían hecho realidad. Que todo lo que había temido, y todo lo que se había culpado precisamente por temerlo, no eran simples fantasías suyas.
Recordó aquella obra de teatro frente a la catedral, en la que ella aparecía rodeada de cenizas, ubicada en un espacio que parecía el campo de batalla de una guerra. Observando las ruinas de lo que quedaba de su vida.
Apenas le quedaban fuerzas para otra cosa que no fuera compadecerse. La chica a la que no le gustaba retirarse el gloss con una servilleta confirmó que nada se puede esperar de lo que no existe, de lo que no avanza, de lo que no es bueno ya desde la raíz.
Hacía mucho tiempo que deseaba sanear su vida y sin embargo, se había dejado llevar, se había dejado ilusionar, iluminar por lo que al final, no había sido más que un espejismo.
Se había quedado cegada por aquellos ojos de sol de eclipse.
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viernes, 21 de mayo de 2010
La chica que por un día sustituyó su pequeño bote de gloss por barra de labios mate(fuerza mayor: fin de existencias) pensaba que qué carajo significaba aquello de allegro moderatto si escuchando a Bach se le estaban saltando las lágrimas.
Sentía como si el arco del violín estuviera desgarrándole el pecho y cada vez que se elevara su tono, su ánimo subía al infinito para luego, dejarse caer hacia el vacío, hacia el silencio, amortiguada tan sólo por el susurro del clave que se apaga.
Un clave bien temperado dicen, y a ella se le llenaba la boca del estómago de hormigas al escuchar el descenso de la melodía. Era el final, como una muerte hecha pentagrama, así que decidió pasarse a la tocata y la fuga.
La chica que tenía una adicción incomprensible por el pegajoso barniz de labios pensó que era injusto buscar refugio en la música clásica y encontrar tan sólo desasosiego, un pulsar de las entrañas como se pellizcan las cuerdas del traste del cello hasta hacerlo sangrar en corcheas.
La chica que de tanto en tanto parecía y era más inteligente de lo que los demás pensaban, se dijo para sí misma que ya no podría encontrar refugio en las palabras, ni en el lenguaje, porque había veces que no comprendía su mensaje. Porque había veces que una nota, un susurro, un descuido del viento era capaz de transmitirle una verdad más fiable.
Sentía como si el arco del violín estuviera desgarrándole el pecho y cada vez que se elevara su tono, su ánimo subía al infinito para luego, dejarse caer hacia el vacío, hacia el silencio, amortiguada tan sólo por el susurro del clave que se apaga.
Un clave bien temperado dicen, y a ella se le llenaba la boca del estómago de hormigas al escuchar el descenso de la melodía. Era el final, como una muerte hecha pentagrama, así que decidió pasarse a la tocata y la fuga.
La chica que tenía una adicción incomprensible por el pegajoso barniz de labios pensó que era injusto buscar refugio en la música clásica y encontrar tan sólo desasosiego, un pulsar de las entrañas como se pellizcan las cuerdas del traste del cello hasta hacerlo sangrar en corcheas.
La chica que de tanto en tanto parecía y era más inteligente de lo que los demás pensaban, se dijo para sí misma que ya no podría encontrar refugio en las palabras, ni en el lenguaje, porque había veces que no comprendía su mensaje. Porque había veces que una nota, un susurro, un descuido del viento era capaz de transmitirle una verdad más fiable.
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miércoles, 19 de mayo de 2010
En honor al hombre sin entrañas de Quim Monzó
La mujer sin compromisos se despertó como cada mañana, a las ocho menos cuarto en punto en una gran cama vacía. Cuando disponía a levantarse para comenzar la rutina matinal, notó una extraña sacudida en su pecho.
Apoyó lentamente los brazos para caer en su alfombra, sintió que de alguna forma su corazón había dejado de latir. Inmediatamente, se llevó la mano hacia el lado izquierdo y respiró aliviada aunque un poco confusa al comprobar que efectivamente, su corazón seguía latiendo, pero a un ritmo poco usual. Cada latido se retardaba más de un minuto, por lo que asustada, volvió a caer sobre la cama con el móvil en la mano, dispuesta a llamar a un médico de urgencias.
Miró el reloj. Eran ya las ocho y cinco.
La mujer que desayunaba todas las mañanas una tostada con requesón y café con una nube de leche fría, continuaba con sus dos manos sobre el noroeste de su pecho totalmente ajena a lo que su cuerpo había estado planeando durante el sueño y que había producido como resultado un aletargamiento en sus constantes vitales.
Decidida a cumplir sus deberes con la cotidianidad, volvió a intentar levantarse de la cama. Esta vez lo consiguió. Una vez alcanzada la verticalidad debida caminó por el largo pasillo que conducía hacia el cuarto de baño, y tras varias respiraciones que había aprendido en un absurdo intento de acercamiento a la filosofía oriental y el zen, se miró lentamente al espejo, descubriendo horrorizada, que su piel estaba totalmente blanca.
Respiró hondo de nuevo cuando un leve pulsar se instaló en su cuello.
La mujer que en su infancia había pasado los veranos embobada, en una pequeña playita frente al Atlántico, sentía como nunca había sentido jamás, las venas de su garganta conduciendo la sangre hasta el cerebro.
Perdida en los años que había pasado en la facultad de derecho y no en la de medicina, volvió en sí y se deslizó hacia el dormitorio en busca del teléfono. Marcó nerviosa el número de urgencias y al cabo se encontró en una sala verde de indescriptible olor verde esperando su turno para ver a un médico.
Su corazón seguía latiendo al tiempo que marca la vuelta del segundero de un reloj y se mantuvo así inalterable en el trascuro de su inspección por un especialista.
Nada. Su gran pelota roja, bombeaba a un ritmo lento, pero constante. Suave pero preciso, intranquilo, pero dispuesto. Allá donde reinaba la incertidumbre, se erguía la certeza de seguir viva.
Le dieron el alta sin complicaciones.
Luego de numerosas visitas y segundas opiniones que recogió de médicos de renombrado prestigio, la mujer de mejillas rosadas cuyo color no recordaba, tuvo que conformarse cabizbaja con un saludable diagnóstico que en nada la satisfizo ante la evidencia de sus extravagantes síntomas.
Sea como fuere, era perfectamente consciente de que un extraño cambio se estaba operando en su cuerpo.
En un lapso de renaciente salud- que duró apenas un par de días- la mujer que había sido mujer de la vida de muchos, recobró la normalidad en el pulso cardiaco, y con esto, parece que también la cordura.
Volvió a ir al trabajo, como acostumbraba cada mañana, en sintonía con el programa radiofónico que la acompañaba en el coche en el trayecto al despacho. Volvió a archivar documentos, a redactar recursos, a defender lo absurdo y a vestir toga negra que escondía sus piernas envueltas en medias cristal sin demarcación.
Y en esta vuelta a lo cotidiano, volvió a establecer el contacto con uno de sus amantes al que tenía más que olvidado.
Amante que en los últimos meses, se había ido transformando en ese algo más que no se qué, que caracteriza a las relaciones personales temporales pero muy intensas.
Lo cierto era que últimamente se habían ido acortando los plazos entre cita y cita. Además, alguna escapadita romántica de fin de semana parecía haber puesto en jaque aquella norma no escrita por la cual, más de 48 horas junto al mismo hombre, implicaba la destrucción del preciado sexo libre y sin compromisos.
Aunque había tenido ya más de un desengaño, por lo que la fórmula copa-charla interesante- noche salvaje-desayunas en tu casa, le había resultado más que preventiva contra la insatisfacción sentimental, últimamente había empezado a sentir algo diferente por el hombre de entradas grises y brazos vigorosos.
No obstante, pensó que quizá no fuera mala idea, repetir una de esas escapaditas libres de estrés, para desactivar cualquier posibilidad de que su extraña y al parecer, ilusioria enfermedad volviera a aparecer sin previo aviso.
Así que descolgó el teléfono y marcó el número del hombre de sienes blanqueadas y siempre disponible, que como ya esperase la mujer con intereses, aceptó sin preguntar la propuesta de intimidad para el final de la semana.
Al caer el minutero en el último lapso de tiempo que cerraba la jornada laboral de la mujer que en la adolescencia había aborrecido las decisiones importantes, bajó al vestíbulo del edificio en el que trabajaba y montó en un destartalado citroen Zx, rumbo a una encantadora casita rural, deleite de los profesionales liberales.
Allá conversaron largas horas, bebieron vino y tomaron té e infusiones frente a la chimenea. Gozaron de sus cuerpos devorándose las células y a ratos, hicieron el amor.
Después de un largo y expansivo orgasmo, la mujer que siempre había estado contenta con su cuerpo, se metió en la ducha para bajar a cenar con un olor un poco más decente.
Bajo el chorro cálido de una ducha de diseño que aunaba tradición y modernidad, lo rural y lo urbano en numerosos agujeritos surtidores de placer, comenzó a notar de nuevo, su corazón en un decelerado devenir.
Un punzante dolor se instaló en su garganta, convirtiendo su respiración en un quejido arritmico y agonizante.
Asustada cortó el agua y se puso el albornoz. Salió a la habitación donde el hombre de pelo suficiente en el pecho y sonrisa charlatana le esperaba con un par de copas de champán en la mano.
Se acercó confusa hasta él y a medida que se iba aproximando una náusea le trepaba desde el estómago a la garganta, de la garganta a la boca y entonces se pudo oir un leve pero más que audible sonido:
…t….tee….teeeqq…..teqquuu…tequuuii….tequierrrr…….te quierooo…
Y acto seguido ante la atónita mirada del hombre de entradas grises dispuesto a darse entero, su abdomen explotó en pedazos, salpicando las blancas paredes de cuajos de bilis negra.
Entonces, la mujer sin miedos se levantó de la cama (a la que había llegado propulsada por el inoportuno estallido de sus vísceras) y cogió su maleta vacía.
Aun un poco mareada por la pérdida de masa vesicular, se tambaleó hasta la puerta, volvió la vista hacia el sorprendido hombre de mirada tranquila y barbilla sincera. Acto seguido, atravesó el umbral de la coqueta habitación convirtiéndose en la mujer sin problemas amorosos.
Apoyó lentamente los brazos para caer en su alfombra, sintió que de alguna forma su corazón había dejado de latir. Inmediatamente, se llevó la mano hacia el lado izquierdo y respiró aliviada aunque un poco confusa al comprobar que efectivamente, su corazón seguía latiendo, pero a un ritmo poco usual. Cada latido se retardaba más de un minuto, por lo que asustada, volvió a caer sobre la cama con el móvil en la mano, dispuesta a llamar a un médico de urgencias.
Miró el reloj. Eran ya las ocho y cinco.
La mujer que desayunaba todas las mañanas una tostada con requesón y café con una nube de leche fría, continuaba con sus dos manos sobre el noroeste de su pecho totalmente ajena a lo que su cuerpo había estado planeando durante el sueño y que había producido como resultado un aletargamiento en sus constantes vitales.
Decidida a cumplir sus deberes con la cotidianidad, volvió a intentar levantarse de la cama. Esta vez lo consiguió. Una vez alcanzada la verticalidad debida caminó por el largo pasillo que conducía hacia el cuarto de baño, y tras varias respiraciones que había aprendido en un absurdo intento de acercamiento a la filosofía oriental y el zen, se miró lentamente al espejo, descubriendo horrorizada, que su piel estaba totalmente blanca.
Respiró hondo de nuevo cuando un leve pulsar se instaló en su cuello.
La mujer que en su infancia había pasado los veranos embobada, en una pequeña playita frente al Atlántico, sentía como nunca había sentido jamás, las venas de su garganta conduciendo la sangre hasta el cerebro.
Perdida en los años que había pasado en la facultad de derecho y no en la de medicina, volvió en sí y se deslizó hacia el dormitorio en busca del teléfono. Marcó nerviosa el número de urgencias y al cabo se encontró en una sala verde de indescriptible olor verde esperando su turno para ver a un médico.
Su corazón seguía latiendo al tiempo que marca la vuelta del segundero de un reloj y se mantuvo así inalterable en el trascuro de su inspección por un especialista.
Nada. Su gran pelota roja, bombeaba a un ritmo lento, pero constante. Suave pero preciso, intranquilo, pero dispuesto. Allá donde reinaba la incertidumbre, se erguía la certeza de seguir viva.
Le dieron el alta sin complicaciones.
Luego de numerosas visitas y segundas opiniones que recogió de médicos de renombrado prestigio, la mujer de mejillas rosadas cuyo color no recordaba, tuvo que conformarse cabizbaja con un saludable diagnóstico que en nada la satisfizo ante la evidencia de sus extravagantes síntomas.
Sea como fuere, era perfectamente consciente de que un extraño cambio se estaba operando en su cuerpo.
En un lapso de renaciente salud- que duró apenas un par de días- la mujer que había sido mujer de la vida de muchos, recobró la normalidad en el pulso cardiaco, y con esto, parece que también la cordura.
Volvió a ir al trabajo, como acostumbraba cada mañana, en sintonía con el programa radiofónico que la acompañaba en el coche en el trayecto al despacho. Volvió a archivar documentos, a redactar recursos, a defender lo absurdo y a vestir toga negra que escondía sus piernas envueltas en medias cristal sin demarcación.
Y en esta vuelta a lo cotidiano, volvió a establecer el contacto con uno de sus amantes al que tenía más que olvidado.
Amante que en los últimos meses, se había ido transformando en ese algo más que no se qué, que caracteriza a las relaciones personales temporales pero muy intensas.
Lo cierto era que últimamente se habían ido acortando los plazos entre cita y cita. Además, alguna escapadita romántica de fin de semana parecía haber puesto en jaque aquella norma no escrita por la cual, más de 48 horas junto al mismo hombre, implicaba la destrucción del preciado sexo libre y sin compromisos.
Aunque había tenido ya más de un desengaño, por lo que la fórmula copa-charla interesante- noche salvaje-desayunas en tu casa, le había resultado más que preventiva contra la insatisfacción sentimental, últimamente había empezado a sentir algo diferente por el hombre de entradas grises y brazos vigorosos.
No obstante, pensó que quizá no fuera mala idea, repetir una de esas escapaditas libres de estrés, para desactivar cualquier posibilidad de que su extraña y al parecer, ilusioria enfermedad volviera a aparecer sin previo aviso.
Así que descolgó el teléfono y marcó el número del hombre de sienes blanqueadas y siempre disponible, que como ya esperase la mujer con intereses, aceptó sin preguntar la propuesta de intimidad para el final de la semana.
Al caer el minutero en el último lapso de tiempo que cerraba la jornada laboral de la mujer que en la adolescencia había aborrecido las decisiones importantes, bajó al vestíbulo del edificio en el que trabajaba y montó en un destartalado citroen Zx, rumbo a una encantadora casita rural, deleite de los profesionales liberales.
Allá conversaron largas horas, bebieron vino y tomaron té e infusiones frente a la chimenea. Gozaron de sus cuerpos devorándose las células y a ratos, hicieron el amor.
Después de un largo y expansivo orgasmo, la mujer que siempre había estado contenta con su cuerpo, se metió en la ducha para bajar a cenar con un olor un poco más decente.
Bajo el chorro cálido de una ducha de diseño que aunaba tradición y modernidad, lo rural y lo urbano en numerosos agujeritos surtidores de placer, comenzó a notar de nuevo, su corazón en un decelerado devenir.
Un punzante dolor se instaló en su garganta, convirtiendo su respiración en un quejido arritmico y agonizante.
Asustada cortó el agua y se puso el albornoz. Salió a la habitación donde el hombre de pelo suficiente en el pecho y sonrisa charlatana le esperaba con un par de copas de champán en la mano.
Se acercó confusa hasta él y a medida que se iba aproximando una náusea le trepaba desde el estómago a la garganta, de la garganta a la boca y entonces se pudo oir un leve pero más que audible sonido:
…t….tee….teeeqq…..teqquuu…tequuuii….tequierrrr…….te quierooo…
Y acto seguido ante la atónita mirada del hombre de entradas grises dispuesto a darse entero, su abdomen explotó en pedazos, salpicando las blancas paredes de cuajos de bilis negra.
Entonces, la mujer sin miedos se levantó de la cama (a la que había llegado propulsada por el inoportuno estallido de sus vísceras) y cogió su maleta vacía.
Aun un poco mareada por la pérdida de masa vesicular, se tambaleó hasta la puerta, volvió la vista hacia el sorprendido hombre de mirada tranquila y barbilla sincera. Acto seguido, atravesó el umbral de la coqueta habitación convirtiéndose en la mujer sin problemas amorosos.
martes, 11 de mayo de 2010
La chica de los labios pegajosos porque de tanto en tanto el gloss se recalentaba en su bolsillo, cogió por el extremo otra fresa y la relamió con dulzura antes de morderla. Recordaba , que había tardado casi una hora en recuperar el ritmo normal de su corazón, y aún se torturaba por el dolor que le había producido tener que poner distancia entre sus cuerpos.
Cada día es más intenso, pensó, mientras acariciaba sus comisuras con la lengua, saboreando de nuevo, la mezcla de pintura, sudor y el sabor a fresas.
Cada día es más intenso, pensó, mientras acariciaba sus comisuras con la lengua, saboreando de nuevo, la mezcla de pintura, sudor y el sabor a fresas.
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martes, 4 de mayo de 2010
La chica de los labios brillantes pasó de nuevo el pincel por sus comisuras. Estaba indignada porque el día debería tener 28 o 29 horas y los segundos tendrían que ser eternos, porque se quedaba con ganas de más, con la mirada perdida y la sonrisa en la cara, apurando la esfera del reloj.
Antes de echarse a correr, miró hacia atrás. Ya no tenía que preocuparse por pisar ningún charco en su camino, pero sí por no tropezar con el sol hirviendo. Ardiendo como su pecho. Quemando como el hueco palpitante que quedaba siempre entre sus piernas.
Antes de echarse a correr, miró hacia atrás. Ya no tenía que preocuparse por pisar ningún charco en su camino, pero sí por no tropezar con el sol hirviendo. Ardiendo como su pecho. Quemando como el hueco palpitante que quedaba siempre entre sus piernas.
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