sábado, 16 de junio de 2012

Una mañana de sábado

Me acuerdo de la tremenda resaca que tenía cuando mi madre entró en nuestro cuarto y nos dijo: Lady Di, ha muerto.

-          Bien madre, ¿ahora podemos seguir durmiendo?
La habitación estaba a oscuras. Habíamos bajado las persianas apenas dos horas antes del anuncio de aquel obituario.

–Rebe, voy a morir. Me palpita un ojo, tía.
–Yo no sé cómo hemos llegado.
–Teníamos que haber dejado la moto en la segunda– dije con los ojos entreabiertos mientras presionaba con fuerza el puente de mi nariz.
–Es mono el Flequi, ¿no?
–¿El Flequi? ¡Flipas! ¡Pero si es todo tocha!– respondí sin apenas levantar los ojos. Cualquier movimiento brusco en ese momento, hubiera sido fatal para mi cabeza. Yo era consciente, y por eso me mantuve lo más inmóvil posible.
–Pues a mí me parece mono. He quedado con él esta noche–. Respondió Rebe demostrándome que la pregunta anterior no había sido más que un simple sondeo.
¿Y el Taíto, tía? ¿Qué vas a hacer con él? Eres la femme fatale chiclanera.

Ambas nos echamos a reír. La luz comenzaba a colarse por las rendijas de la persiana y yo me sujetaba las sienes como temiendo una explosión incontrolada de mi cabeza.
Después de la entrada apocalíptica de mi madre y de la confesión del mal gusto que tenía mi tía Rebeca en cuanto a belleza masculina, no pude conciliar el sueño. Me encendí un cigarro.

–Dame una calada– dijo Rebe reincorporándose– tía, la habitación huele mazo a alcohol–. Un pequeño destello iluminó su pelo rubio.
–Calla, calla, no me hagas reír que me peta el meloncete– cogí de nuevo el cigarro entre mis dedos alargando ligeramente el brazo, apenas sin cambiar de posición, semitumbada.
–Muy fuerte lo de Lady Di, ¿no era súper joven?
– Muy fuerte lo de mi vieja. Se le pira mazo.



Me acuerdo de la tremenda resaca que tenía aquel sábado de enero por la mañana. Creo que incluso había nevado algo, y el frío se notaba especialmente a medida que íbamos acercándonos al hospital, cerca de la sierra.
Manu y yo habíamos estado toda la noche bebiendo y fumando, intentando quitarle significado al tiempo, restarle longitud. Hacía apenas dos horas que nos habíamos acostado.
Cuando llegamos, cruzamos por las salas incompletas y los pasillos desiertos de un hospital prematuramente estrenado. “La foto, la puta foto” pensé mientras miraba a las enfermeras medio perdidas, buscando algún cartel que resolviera su aparente incertidumbre.
Montamos en el ascensor. En silencio. Yo notaba el frío como metido en los bolsillos pero evitaba el temblor que de vez en cuando asomaba por mis dientes. No era el momento. Tenía ganas de vomitar y de tirar el móvil al suelo. Salimos.
La pequeña salita blanca apenas ofrecía más acomodo que una máquina de café de esas que te llevan directamente a la sección de gastroscopias.
Mi madre estaba seria, sentada junto a Fer. Recuerdo que mantuvo fija en mí la mirada durante más de un minuto. No era reprobación por mi estado. Solo quería asegurarse de que yo estaba allí, de pie. Estaba.
El Tatu no paraba de dar vueltas de un lado a otro, mientras Julia intentaba distraer al abuelo contándole las últimas peripecias de los niños en el cole.
La luz era una mezcla extraña de neones mortecinos y ese blanco gris que se queda en el cielo cuando está a punto de cuajar la nieve.
No me dio tiempo a sentarme cuando Manu se volvió hacia mí y me dijo:
–Raki, ¿vamos a fumar un piti?
–Sí, vamos, contesté–. Igual está por ahí la Tata.

Estaba prohibido fumar en todo el recinto pero nosotros hacíamos caso omiso desde hacía semanas y nos apostábamos en el descansillo de las escaleras de emergencia. Olía a podrido. Nadie había pasado a recoger las colillas que se acumulaban en el suelo. Yo había dejado de fumar tabaco, pero acepté de buena gana un par de caladas.

–Sabes que va a ser hoy, ¿no?– soltó Manu de repente, así, como cuando un cuchillo cae al suelo y una no sabe cómo movió el pie en el momento preciso para no cortarse.
–Joder, Manu. Nunca se sabe– contesté sin poder mirarle a los ojos. Sabiendo que le mentía.
–No entiendo nada, Raki. No lo entiendo.
–Estamos aprendiendo a hostias que hay cosas en la vida que son una mierda. Una puta mierda y nada más–. La rabia aquí, superaba a la tristeza.
Me acerqué a él, le abracé y esperé a que mojara mis hombros. Solo escuché un breve gemido que hacía las veces de sollozo.
Salimos.
Todo el mundo se encontraba en la misma posición. En ese momento vimos la puerta del pasillo de las habitaciones abrirse de repente. La Tata entró en la salita. Paró un momento de llorar. Se ahogaba. Casi sin poder despegar la mirada del suelo susurró:
–Rebe, ha muerto. 



* La foto fue tomada por mi tía Rebeca en el verano de 1997, más o menos. (Consultad cuándo murió Lady Di y tendréis la fecha exacta). Escaleritas de los recreativos. Verano de los que se guardan como el mejor de nuestras vidas.

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