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Bien madre, ¿ahora podemos seguir durmiendo?
La habitación estaba a oscuras. Habíamos
bajado las persianas apenas dos horas antes del anuncio de aquel obituario.
–Rebe, voy a morir.
Me palpita un ojo, tía.
–Yo no sé cómo
hemos llegado.
–Teníamos que haber
dejado la moto en la segunda– dije con los ojos entreabiertos mientras
presionaba con fuerza el puente de mi nariz.
–Es mono el Flequi,
¿no?
–¿El Flequi?
¡Flipas! ¡Pero si es todo tocha!– respondí sin apenas levantar los ojos.
Cualquier movimiento brusco en ese momento, hubiera sido fatal para mi cabeza.
Yo era consciente, y por eso me mantuve lo más inmóvil posible.
–Pues a mí me
parece mono. He quedado con él esta noche–. Respondió Rebe demostrándome que la
pregunta anterior no había sido más que un simple sondeo.
–¿Y el Taíto, tía? ¿Qué vas a hacer con él?
Eres la femme fatale chiclanera.
Ambas nos echamos a
reír. La luz comenzaba a colarse por las rendijas de la persiana y yo me
sujetaba las sienes como temiendo una explosión incontrolada de mi cabeza.
Después de la
entrada apocalíptica de mi madre y de la confesión del mal gusto que tenía mi
tía Rebeca en cuanto a belleza masculina, no pude conciliar el sueño. Me
encendí un cigarro.
–Dame una calada–
dijo Rebe reincorporándose– tía, la habitación huele mazo a alcohol–. Un
pequeño destello iluminó su pelo rubio.
–Calla, calla, no
me hagas reír que me peta el meloncete– cogí de nuevo el cigarro entre mis
dedos alargando ligeramente el brazo, apenas sin cambiar de posición,
semitumbada.
–Muy fuerte lo de
Lady Di, ¿no era súper joven?
– Muy fuerte lo de
mi vieja. Se le pira mazo.
Me acuerdo de la tremenda resaca que tenía aquel sábado de enero por la mañana. Creo que incluso había nevado algo, y el frío se notaba especialmente a medida que íbamos acercándonos al hospital, cerca de la sierra.
Manu y yo habíamos
estado toda la noche bebiendo y fumando, intentando quitarle significado al
tiempo, restarle longitud. Hacía apenas dos horas que nos habíamos acostado.
Cuando llegamos,
cruzamos por las salas incompletas y los pasillos desiertos de un hospital
prematuramente estrenado. “La foto, la puta foto” pensé mientras miraba a las
enfermeras medio perdidas, buscando algún cartel que resolviera su aparente
incertidumbre.
Montamos en el
ascensor. En silencio. Yo notaba el frío como metido en los bolsillos pero
evitaba el temblor que de vez en cuando asomaba por mis dientes. No era el
momento. Tenía ganas de vomitar y de tirar el móvil al suelo. Salimos.
La pequeña salita
blanca apenas ofrecía más acomodo que una máquina de café de esas que te llevan
directamente a la sección de gastroscopias.
Mi madre estaba
seria, sentada junto a Fer. Recuerdo que mantuvo fija en mí la mirada durante
más de un minuto. No era reprobación por mi estado. Solo quería asegurarse de
que yo estaba allí, de pie. Estaba.
El Tatu no paraba
de dar vueltas de un lado a otro, mientras Julia intentaba distraer al abuelo
contándole las últimas peripecias de los niños en el cole.
La luz era una
mezcla extraña de neones mortecinos y ese blanco gris que se queda en el cielo
cuando está a punto de cuajar la nieve.
No me dio tiempo a
sentarme cuando Manu se volvió hacia mí y me dijo:
–Raki, ¿vamos a
fumar un piti?
–Sí, vamos,
contesté–. Igual está por ahí la Tata.
Estaba prohibido
fumar en todo el recinto pero nosotros hacíamos caso omiso desde hacía semanas
y nos apostábamos en el descansillo de las escaleras de emergencia. Olía a
podrido. Nadie había pasado a recoger las colillas que se acumulaban en el
suelo. Yo había dejado de fumar tabaco, pero acepté de buena gana un par de caladas.
–Sabes que va a ser
hoy, ¿no?– soltó Manu de repente, así, como cuando un cuchillo cae al suelo y
una no sabe cómo movió el pie en el momento preciso para no cortarse.
–Joder, Manu. Nunca
se sabe– contesté sin poder mirarle a los ojos. Sabiendo que le mentía.
–No entiendo nada,
Raki. No lo entiendo.
–Estamos
aprendiendo a hostias que hay cosas en la vida que son una mierda. Una puta
mierda y nada más–. La rabia aquí, superaba a la tristeza.
Me acerqué a él, le
abracé y esperé a que mojara mis hombros. Solo escuché un breve gemido que
hacía las veces de sollozo.
Salimos.
Todo el mundo se encontraba
en la misma posición. En ese momento vimos la puerta del pasillo de las habitaciones
abrirse de repente. La Tata entró en la salita. Paró un momento de llorar. Se
ahogaba. Casi sin poder despegar la mirada del suelo susurró:
–Rebe, ha muerto.
* La foto fue tomada por mi tía Rebeca en el verano de 1997, más o menos. (Consultad cuándo murió Lady Di y tendréis la fecha exacta). Escaleritas de los recreativos. Verano de los que se guardan como el mejor de nuestras vidas.
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