UN
PUÑADO DE MIEDOS
El niño de las piernas menudas y delgadas
como alfileres y la cabeza hinchada como una sandía, pegó un alarido de pavor
que se escuchó en todo el vecindario.
Era la hora de la siesta, verano y más de
un vecino en bata y mala leche encima, gritó por la ventana: ¡Se callen coño!,
¿o es que no tiene uno derecho a dormir?
El niño de las piernas menudas y la cabeza
grande estaba jugando tranquilamente sobre el piso de su terraza, dibujando y
coloreando garabatos sobre lo que pretendía ser un sol, cuando una cucaracha,
negra y brillante, se posó sobre su dibujo, haciendo de la tarde, un eclipse de
primavera.
Entonces, se puso a temblar. Gritó
sofocado, con la cara roja e hinchada, nadie le oyó más que el vecino. Pegó un
salto, abandonando su dibujo y a su nueva compañera en el pavimento, se puso en
pie, y volvió a gritar. Nada, nadie. Abrió la boca lo más que pudo, como si de
repente se fuera a quedar sin aire y lo tuviera que aspirar a bocanadas y…
Tras las cortinas que daban entrada a la
soleada terraza, apareció, corriendo torpemente, un señor con bigote de piernas
menudas y cabeza grande.
–Papá, papá– repetía con la cara casi morada
por el chillido anterior–¡Papá! – volvió a decir con lágrimas en los ojos.
>>He visto una cucaracha enorme,
asquerosa, que se quiere comer mi dibujo, papá, haz algo por favor, tengo mucho
miedo.
El niño de las piernas delgadas y la cabeza
grande tenía un puñado de miedos. Tantos, que si hubiera tenido que ponerlos
sobre una mesa y volvérselos a llevar, no le habrían entrado en los bolsillos.
Tenía miedo de la oscuridad, de las
hormigas, arañas, escarabajos, lombrices, perros, gatos, insectos voladores y
de todo aquello que él no fuera capaz de controlar.
Esta era la primera vez que se enfrentaba,
cara a cara con una cucaracha, y en cuestión de segundos, el niño de piernas
delgaduchas supo, que también les tenía miedo.
El padre, se agachó comprensivo, y acercó
su enorme cabeza al oído del niño, dispuesto a susurrarle el más valioso de los
secretos.
–La mejor manera de perder miedo a
cualquier cosa, es enfrentándote a ella.
Imagínate, por ejemplo, esta cucaracha. Si
te fijas, es diminuta comparada contigo. Apenas si tiene fuerzas para posarse
encima de tu dibujo, y mírate, estas aterrorizado.
¿Qué puede hacerte esta insignificante y
débil cucaracha, a la que sólo con un gesto podrías aplastar y hacer
desaparecer?
El niño , miraba asombrado y atento a su
padre, con los ojos tan abiertos que parecían dos huevos fritos.
–Vamos a hacer una cosa. Vas a meter a esa
cucaracha en un bote. Y la vas a llevar a tu cuarto, a la mesita de noche. De
tal manera, que todos los días, al acostarte y al levantarte, tengas
oportunidad de verla. Habla con ella, obsérvala. Conócela de cerca, y si tienes
el bote siempre cerrado, nunca te podrá hacer daño.
Esa misma noche, el niño de piernas finas y
cabeza desproporcionada, tenía sobre su mesita de noche, justo al lado de Spiderman,
un pequeño frasco de cristal, con una esbelta y ovalada cucaracha negra como el
carbón.
Antes de apagar la luz, le dio las buenas noches
a Spiderman, y la miró de reojo. Estaba quieta. No se movía. Se la acercó a la
cara, y pudo ver cómo sus antenas, gigantes, se movían para buscar su
presencia. Pegó un brinco en la cama. Con el ceño fruncido y la boca llena de
repugnancia, la dejó, lentamente, de nuevo en la mesita.
–Buenas noches, Jesusito–. Apagó la luz, y
cayó en un profundo sueño.
Al día siguiente, cuando despertó, tenía la
esperanza de que aquel bicho infernal hubiera desaparecido. Se frotó los ojos varias
veces, pero nada. Todavía seguía ahí. Inmóvil, desafiante. Se levantó corriendo
de la cama y se fue a desayunar. Durante el resto del día, el niño de cabeza
hiperbólica y piernas afiladas, estuvo feliz. No se encontró con ningún miedo
más, hasta que volvió de nuevo a su cuarto. Ahí estaba, esperándole la pobre e
infeliz cucaracha.
Se acordó de su abuela, de los zapatillazos
que les daba cuando las veía subir por los muros de la casa del pueblo. La
abuelita Puri, nunca había tenido miedo de las cucarachas.
Puri, así la llamaría. La cucaracha Puri.
Seguro que ningún niño en el cole había tenido nunca una mascota tan peculiar.
–Buenas noches, Jesusito; Hasta mañana,
Puri.
Pasaron los días y poco a poco, Puri, era
casi, una más de la familia. La subía a la terraza y con una cuerdecita, jugaba
a que la paseaba por el parque. Pobrecita Puri, todo el día encerrada en un
frasco, le decía lastimero a su padre.
La sacaba a la calle, en su pequeño
botecito de cristal, y le contaba, como si fuera un guía turístico, las cosas
que pasaban ante sus ojos. Se la acercaba a la cara, pegadita a la mejilla y
susurraba: “Puri, ya verás como cuando empiece el cole, te presento a todos mis
amigos y todos te van a tener envidia y miedo. Menos yo, Purita, que soy tu
mejor amigo”.
Al niño de la cabeza esférica y las piernas
huesudas, se le iban llenando, poco a poco, día tras día, las estanterías de
frascos con algún bicho dentro.
Todas las mañanas, se levantaba y cogía a
Puri, que seguía ocupando su mesita de noche. Y con el frasco sujeto con las
dos manitas, le iba presentando una a una, sus nuevas adquisiciones.
Tenía mariposas, lombrices, arañas, hormigas,
moscas, mosquitos, avispas, escarabajos…Hasta un ratón muerto, que le había
dado mucho asco recoger.
Una mañana soleada, cogió el frasco de
Puri, se vistió a toda prisa y se montó en el coche con su padre rumbo al
campo.
–Ya verás que de amigos te voy a traer,
Puri. Encontraremos los seres más raros y asquerosos que hayas podido ver
nunca. Les encerraremos en botes, y nunca más nos podrán hacer daño.
El niño de las piernas flacuchas y la
cabeza inflada, estaba tan contento, que apenas si hacía caso a las
indicaciones de su padre. Llevaba el tarro de Puri, apretado contra el pecho y
no paraba de susurrarle cosas.
El padre, que de vez en cuando se giraba
para ver qué hacía, pronto le perdía de
vista, para encontrar alguna nueva variedad de arbusto, o una chumbera cargada
de higos.
De repente, el niño y Puri –la cucaracha– estaban solos. Giró su
enorme cabeza a un lado y a otro, pero nada. Su papá se había perdido. Por un
momento, volvió a sentir ese cosquilleo en la garganta que llaman miedo.
Tuvo ganas de gritar, de llorar , de
tirarse al suelo y patalear para que todo el mundo le oyera. Pero en vez de
todo eso, miró a Puri y siguió caminando.
Alzó la mirada, y a lo lejos, pudo ver una
silueta pequeña, cerca de un viejo pozo de piedra. Arqueó las pequeñas cejas
que coronaban su enorme cabeza y miró con extrañeza a Puri, que estaba quieta,
expectante, tras el grueso vidrio que la separaba de la realidad.
Avanzó lentamente entre los matorrales,
sigiloso, arrastrando sus huesudas piernecitas.
Para sujetarse a los troncos que encontraba
a su paso y no caerse, guardó con cuidado el tarro donde viajaba Puri, en la
bolsa que colgaba de su hombro derecho.
Se fue acercando a la figura, procurando en
todo momento que aquella desconocida personita no se percatase de su presencia.
Escondido y tras un árbol, pudo distinguir
a una niña de trenzas largas y mejillas sonrosadas, que estaba recogiendo flores,
distraída, y las amontonaba cerca de un
antiguo pozo de piedra.
Un escalofrío volvió a recorrer todo su
cuerpo.
El niño de las piernas tan estrechas que
parecían de palo y la cabeza planetaria caminó hacia ella. Asustada, la niña de
las trenzas largas, le miró con cara
pasmada, tenía la boca muy abierta y las cejas tan altas que casi se juntaban
con el pelo. Luego sonrió y musitó entre dientes un tímido saludo.
El niño, comenzó acaminar hacia ella,
quería verla de cerca. Sacó sus pequeñas manos de los bolsillos, y tocó sus
finísimas y largas trenzas. Señaló al pozo y le hizo un gesto para que le
acompañara.
La niña de las mejillas sonrosadas y el
cabello como un espigar, se colocó a su lado y le preguntó :
–¿Es la primera vez que pasas por aquí?, yo
todos los fines de semana vengo al viejo pozo a recoger flores para mi abuelito
que está enfermo.
El niño de cabeza chupa-chups y piernas
casi transparentes, señaló, sin decir una palabra, el fondo del pozo. Su
corazón latía rápidamente. Las piernecillas le temblaban como a un animal
herido.
La niña, se apoyó en el borde del pozo y
asomó la cabeza para comprobar qué era lo que había en el fondo.
El niño de las piernas temblorosas como una
rama, sacó el frasco donde estaba su cucaracha, y lo colocó al lado de la niña.
Dio un par de pasos atrás, se quedó quieto. Cogió carrerilla, y empujó con
todas sus fuerzas a la niña, que apoyada en el pozo, le daba la espalda.
Se asomó al pozo, y observó, cómo
lentamente, las largas y finísimas trenzas de la niña, desaparecían ante sus
ojos de sapo.
Lectura amena y divertida, me he quedado con ganas de saber mas a cerca del niño de la cabeza planetaria y las piernas transparentes, muy bien.
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