No recordaba lo lejos que me encontraba de ti. No supe reconocer la distancia, ni medirla. Puede que no fuera olvido. Tan solo la ignorancia que a veces, me llena de agua la cuenca de los ojos.
Rectifico entonces: no sabía, no tenía ni idea lo lejos que me encontraba de ti. Parte de culpa la tiene la inconstancia, que me mata, que me sirve de coraza y me aleja cada vez más de tu alma.
Todo esto lo supe al salir del metro, al pisar la acera y oler la primavera mezclada con asfalto, al observar la vida mezclada con la prisa y descubrir el disfraz azul que encubre el gris del cielo. Tan solo en ese momento, me sentí como en un escenario, y yo, por supuesto, como un personaje de reparto, como una figurante que camina con la masa insomne que nunca, nunca permite que tus calles estén quietas.
Ya no aprecio la belleza en las ventanas de hierro, en las azoteas de ladrillo, en los tejados de uralita, en las series de diez pisos.
He perdido el paso, y ahora camino más despacio, comprobando que los árboles te crecen a duras penas y sin flores en verano.
Sobre todo, lamento no querer ni lamentarlo.
Lo sé, te he abandonado por completo y no hallo dedo que te acuse.
Tú ya me conocías, yo no sé nada de gatos.
No pude ni intuirlo, se me ha escapado de las manos. No pude darme cuenta de lo lejos que me encontraba de ti,
Madrid.
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