Llegó un momento, en el que mis zapatos de cristal ya no me entraban. (Una talla 40, no es una talla de princesa).
Ese día, mi príncipe dejó de serlo y pasó a convertirse en un joven normal, presuntuoso y más bien feo. ¿Por qué iba él a seguir probándome los zapatos?
Encerrada en mi cuento de hadas, decidí comenzar a derribar los muros de palacio.
Aprendí a conducir calabazas, y me largué con el vestido de fiesta y unas deportivas sucias.
Al atravesar la muralla, los soldados me miraban aterrados: ya no necesitaba el anhelo de creerme feliz en un sitio, en el que yo, no encajaba.
Se sorprendieron también de pensar que, esa mujer débil, frágil e ingenua por su pobreza, jamás volvería a necesitar a un hada madrina que le diera malos consejos.
Una mujer que por fin, se había desprendido de la escoba, y que hoy, de nuevo se desprendía de algo: de las rozaduras que producen llevar unos maravillosos zapatos de cristal.
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