Paseaba. Como todos los domingos por la mañana desde febrero a esta parte pegajosa del año.
Comienzan las alergias, terminan los resfriados, nos despojamos de algo de ropa y pasamos largas horas paseando sin rumbo por un parque. Si caminamos solos, con las manos tras la espalda, si andamos acompañados, con las manos tras la suya.
Así horas más tarde, en un acto de desenfrenado consumo y extasiado aburrimiento, contemplaremos absortos el reflejo dorado que produce un rayo de sol al atravesar una cerveza por la que seguro, te cobrarán un cuarto de tu sueldo. Burguesía del ocio, consumo del tiempo.
Así , andaba yo paseando, caminando lentamente, haciéndome el despistado y con las manos anudadas tras la espalda , cuando me detuve ante la fuente del Angel Caído en la que me suelo parar a hacer ver que pienso en algo, mientras me fumo un pitillo y acorto el tiempo entre paseo y cerveza.
Aparentemente, nada debía distraerme de aquella contemplación al vacío mientras me fumaba un par de años de vida, cuando extrañado reparé en el color rojizo que comenzaba a cubrir la transparencia habitual del agua de la fuente.
Así que con el ceño fruncido y los ojos entreabiertos tras mis viejas gafas de pasta, me acerqué a comprobar cual sería la misteriosa causa de la no menos inquietante consecuencia.
Al llegar al borde de la fuente, encontré flotando en el agua, el cuerpo inerte de una paloma. Desollado, con las alas abiertas, crucificada.
Me alejé de un salto, conteniendo la náusea ácida y ardiente que subía veloz hacia mi esófago y que amenazaba convertir lo que fuera el desayuno en un amargo postre.
Sentí un gran peso sobre mis hombros, me tambaleé.
Busqué, nervioso. Dando vueltas, girando sobre un eje imaginario.
Volví la cabeza, hacia la derecha, hacia la izquierda. Y al poner la vista al frente me crucé con la mirada impasible de la estatua. Contemplé cómo el ángel guardaba el improvisado sepulcro en que su fuente se había convertido.
-“Esto se parece al Jardín de las Delicias”, pensé.
Respiré hondo y volví a entrelazar las dos manos tras la espalda. Esperé.
Fue inútil, nada se movía a su alrededor y nadie reparaba en el mórbido aspecto que hoy presentaba el dichoso surtidor. Los niños corrían de un lado a otro ,gritando mientras sus padres reían y comían pipas ajenos a la angustia que en mí, provocaba el peso de la muerte.
Dí un paso al frente. La miré de reojo, guardando las distancias. Ahora un grupo de moscas celebraba su caída.
Reflexioné sobre el odio irracional que las palomas despiertan entre la gente de las grandes urbes.
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Así que pensé que alguien con la colada blanca llena de mierda de paloma, o las rejas de hierro forjado de su balcón carcomidas por la acidez de dichos excrementos, podría haberse ensañado con aquel pobre animal, torturándolo hasta su muerte.
No sé por qué le daba tanta importancia a aquel maldito bicho. Tiempos de guerra, nuevos aires de violencia.
Volví la vista al ángel, me miraba, lo notaba, el ángel, seguía mirándome.
Necesitaba una caña, quería irme de allí, desterrar de mi mente aquella macabra escena, dejar de ser cómplice del silencio que arropa a la muerte.
De pronto, algo me llamó la atención de nuevo: decenas de pájaros descansaban impunes sobre la piedra gris de la fuente, rodeando a mi paloma como un cortejo fúnebre.
Y pude ver a través de ellos como en una breve pero intensa ensoñación , mujeres gritando, dioses en carros y casas ardiendo.
Halcones de hierro que descargan su ira metálica sobre la humildad desarmada del pueblo ,hombres que caen ,atravesadas sus sienes por las balas, estatuas que estallan como las bombillas al arder y noté un sudor frío por todo mi cuerpo, los ojos ciegos, el paladar seco.
Toda la escena resplandeció, hasta que toda esa apocalipsis virtual se desvaneció, sin dejar rastro.
Parpadeé un par de veces y volví a proyectar la maldita fuente en mi retina.
Allí seguía, cubierta de moscas, con el vacío llenándole los ojos. Allí seguía, cubierta de sangre , aquella paloma de cuyo pico asomaba un gusano.
Alcé la cabeza y me topé con el gesto complacido de aquel maldito ángel, desterrado del paraíso y condenado allá donde no vuelan las palomas.
Miré de nuevo todo lo que me rodeaba : las cestas de merienda, el baile acompasado de las barquitas en el lago, el teatro de títeres, la piruleta en la mano...
Y me alejé, como un idiota y les dejé paseando una soleada mañana de domingo, mientras descubría desolado, que algunas palomas, también mueren en primavera.
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