lunes, 25 de enero de 2010

OLER: CONOCER O ADIVINAR UNA COSA QUE SE JUZGABA OCULTA

No tuve oportunidad de darme cuenta de si el temblor que me
arrebataba la razón, me lo había producido el tacto helado y sombrío de su mano, o esa sensación de vacío que da el acercarte a un cuerpo, y no conseguir distinguir un aroma en concreto.
Si al menos, le hubieran perfumado, con su esencia favorita. agua de limón, se habría marchado con una entidad propia, con un olor, que pudiera servirme para retenerle durante un suspiro.
Entonces, lo hubiera acompañado, habría rociado previamente mis muñecas, mis pezones y mi ombligo, con una sola gota de patxuli.
Hubiera dejado que mis ropas se derramaran a lo largo de mi cuerpo, dos telas traslúcidas descenderían de manera acompasada, evocando la última lágrima, que ahora no acierto a dejar escapar.
Tan sólo me pregunto, si es el calor del cuerpo el que mantiene constante nuestro aroma, porque aunque a nadie se le ocurriera lo de las gotas de limón, ahora igualmente debería oler a algo, a alguien,; y la nada es la respuesta que penetra por mi nariz.
No consigo, deshacerme, gritar al mundo entero que he sido abandonada, porque debo buscar su esencia, el aroma inequívoco, que lo devuelva a mí antes de que yo también pierda mi olor.
Debió quedar impregnado en algún sitio, debió quedar clavado en el acero de aquel bisturí, debió robarlo alguien al vestirle para hacernos creer que ese cuerpo inoloro, era el que nosotros amábamos.
Debió ser derramado en la última lágrima que cayó por su mejilla, cuando aún estaba lo suficientemente caliente, como para mantener la fiebre salina que le arrebató por siempre aquel aroma que se confundía con el mío.
Debió subirle aquella fiebre, cuando supo que yo, buscando desesperadamente su fragancia, me arrojé a su tumba yerta, vacía, húmeda y llena de hedores, antes de que fuera cavada para él.

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