Bonnie estrechaba entre sus brazos aquella bolsa de cartón, llena de pasta y llena de grasa. Miró a su alrededor. Todos estaban escondidos bajo las mesas o tras la barra y Clyde continuaba apuntándoles con la Sprinfield que había robado de casa de su abuelo. Se le veía tan poderoso y seguro de sí mismo en esa posición...
Bajó uno de sus brazos, sosteniendo con el otro la bolsa, fuerte, contra su pecho. Se ajustó la falda, se subió las medias, encajó los zapatos en su sitio y miró a su derecha. Serían las doce del mediodía y el parking de aquella gasolinera se le antojaba como la puerta hacia la luz que te llama tras la muerte. Respiró, sentía cómo los billetes se estrellaban contra su escote y cómo una tormenta se precipitaba hacia sus ojos. Volvió a mirarle. Seguía erguido, como un perro de presa.
Era guapo, aquel cabrón.
La gente continuaba inmóvil, acomodada en el suelo, pensando en cómo debía contar aquella anécdota.
Bonnie cerró los ojos, apretó los dientes y en menos de dos segundos atravesó el umbral hacia la muerte amarilla. Traspasó los límites hacia la libertad eterna.
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