jueves, 11 de marzo de 2010

Domingo tarde


Domingo tarde. El cielo continúa pintado de un gris claro luminoso.
La temperatura es realmente suave. Invita a pasear.

Mis perros me observan, expectantes desde el descansillo mientras yo, termino de subir las escaleras.
Dejo un gran silencio tras de mí. Coloco las correas en el mueble de la entrada y me lanzo a coger esta libreta.

Intento reescribir unos versos inacabados. Suenan bien; quiero redondear las estrofas que sólo están apuntadas. Pero no puedo, Hoy de nuevo me es imposible. Hoy de nuevo me pregunto: ¿Para qué escribo?

Una vez, ya hace bastante tiempo dije: << Escribo para no tener que llorar todos los días>>. Y sin embargo, hace meses que no lloro. Nada, ni una lágrima. Hace meses también, que no escribo. Nada, ni un verso, ni una línea.

“Fragmentos de tiempo inacabados”: eso, no es escribir.

Hace meses que mis palabras no dicen nada, que mis ojos no se comprometen. Hace meses que el dolor se me enquista como una aguja que se clava pero…
No duele.

Antes, a veces, me quedaba horas insomne, a solas con el crujir de las palabras al hacerse hueco en una hoja repleta,
De silencio.

“Buscando entre los adoquines tu reflejo,
conquistando paso a paso,
el terreno de esta calle enmudecida”.

De tres letras, me sirve una.
De tres palabras, dos están mintiendo.
De tres versos, tres desecharía.

Y entretanto me siento en el sofá y pienso: “Quisiera no pensar”.

“Sintiéndome los pies como bastiones,
creyendo que el tapiz de los recuerdos
es una red de ensoñaciones”. (Flojos, no caer en rima consonante!)

Solía pensar, antes, que esto de escribir purificaba.
Hoy creo que simplemente distrae, retrasa esa pulsión recurrente de autocompasión que no descansa nunca.

“Tocada por la fiebre del olvido”
“Viviendo un tiempo
que sin ser mío,
derrochaba”.

Acabo de subir un edredón a las cuerdas que penden de la bañera. Costaba la hostia subir esa mole de tela mojada.
Es domingo, el cielo está pintado de un gris claro luminoso.
Me recuesto en la cama y cojo esta libreta.
Este pequeño poema es interminable. Quizá no deba acabarlo nunca.
Es posible que el vacío de la página sean esas estrofas inconexas. Puede que este poema ya esté entonces terminado.

Releo unas líneas que asoman de entre una página de esquina doblada. “No te metas ahí, no te metas”.

Comienzan a picarme las mejillas.
Mis perros atónitos suplican dormitar en cama humana.

“Tengo que sacar la comida de mañana>>. Dejo esta libreta encima de la mesa, mientras repito:<<He visto en ese charco mi mirada,
y en el adoquín, inerme de la calle:
Tu reflejo”.

Me froto los carrillos con un trozo de la manga. Estoy roja. Creo que estoy llorando.

7-III-10

He visto mi rostro reflejado
En el agua ennegrecida de las calles.

Tocada por sombrero gris:
de urbana noche
Lamiéndome las yemas, amarillas:
Por el ansia.

He perseguido a tientas un susurro,
Que conquistara las fronteras
espontáneas,
De esta calle enmudecida.


He visto en ese charco:
Mi mirada.
Y en el adoquín inerme de la calle:
Tu reflejo.

4-II-10/7-III-10/11-III-10

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