-Touché- respondió
en un perfecto acento francés- creo que no son modos de dirigirme a una dama
como usted, que sin duda, ha puesto en juego su imagen aceptando este incómodo
y parece que hasta ahora, desagradable almuerzo. Disfrute de su plato, señorita
Roberts.
Levanté la mirada de aquel pedazo de carne poco hecho y me encontré de nuevo, frente a sus ojos. Un extraño brillo atravesaba su iris. Aunque pudiera parecer un lugar común, la mirada de Nikola Tesla tenía una luz fuera de lo común, como con una especie de chispas que saltaban de sus órbitas si este te sostenía por unos segundos la mirada. Kataharine ya me había advertido de ello: “es hipnótico, Danielle, no te dejes achantar”. Y se me vino de pronto a la mente aquella fotografía que había encontrado hacía ya casi cinco años en el despacho de papá. Un retrato del ingeniero e inventor en el que posaba impecable con su levita negra (muy similar a la que ahora vestía) y con un cierto aire de satisfacción, como el que sabe que va a alcanzar aquello que se proponga en la vida.
Solo Dios sabe-aunque a estas alturas me quedaba poca fe en
él-que lo que sentí con aquella mirada fue una especie de descarga. Un
estremecimiento por mi espalda que me dejó inmóvil durante un breve lapso de tiempo.