Me siento en el sofá, muchas veces aunque sea
verano, me pongo la manta como un acto reflejo. Enciendo la televisión. Siempre
he pensado que he sido una persona poco apegada a la tele, que no me he
expuesto en exceso. Y sin embargo, en el momento en el que me vuelvo a sentar
día tras día, como un ritual, un ratito aunque sea, a ver la televisión, estoy
repitiendo algo que durante años he hecho de manera inconsciente.
Supongo que será porque cuando yo nací nos
acabábamos de cambiar de casa, mis hermanos consiguieron el perro y mi padre el
coche nuevo. Y como toda buena familia de la década de los ochenta, teníamos
otra excusa para mantenernos unidos: la televisión. Era un mamotreto grande,
marrón imitando a madera con unos botones desproporcionados que servían para
cambiar de canal. Nunca había mucha discusión acerca de qué ver. Me suenan mis
palabras como las de una abuela cuando apenas han pasado treinta años. Pero sí,
todavía no teníamos más que “la uno y la dos”.
Y como había que cambiar manualmente, nuestros padres nos dejaban
elegir, porque ellos preferían quedarse en el sofá, ignorándose. Las cosas no
iban bien en casa y el momento sofá y tele era el único en el que al menos, su
silencio mezclado con la campana del Un,
dos, tres nos evitaba broncas colaterales y llantos en la cocina.
Recuerdo también las tardes en el cine de Diego de
León y en una sala pequeña que había en Ortega y Gasset donde vimos el estreno
de La historia interminable. Esas
tardes sabían a caramelos de Drácula y palomitas y a dolor de tripa al llegar a
casa. Asocio películas a días de lluvia,
churros y chocolate en “el Pauli”, como Los
Goonies (que grabamos de la tele) o
cuando mi hermano mayor se obsesionó con Regreso
al futuro y nos retó a verla al menos 10 veces. Sí, Doc, has sido siempre
una paradoja en mi vida.
Cuando todo se puso feo y nos dimos cuenta de que
nuestros padres no solucionaban las cosas como los de Enredos de familia sino más bien como los de La guerra de los Rose, mi madre alquiló un apartamento en el que
comenzamos a vivir las dos juntas. Las visitas eran alternas (martes y jueves, un fin de semana sí, otro
no, lo tengo en la cabeza como un mantra) y como nos quedaba poco tiempo
para poder jugar juntos, mis hermanos y yo, dejamos de ver la televisión. A mi madre nunca le ha gustado y por aquello
de que no me quedase callada en las conversaciones del recreo, me compró una
Elbe pequeñita, gris, de unas catorce pulgadas que parecía un monitor de
Spectrum y la puso encima de mi mesa,
en mi cuarto. Mi habitación en aquel
momento era tan grande como una tienda Quechua uniplaza, así que más que
gustarme el hecho de poder controlar lo que veía, la tele me molestaba y me
quitaba espacio para estudiar. Solía
ponerme en la mesa del salón en cuya librería reinaba como un rascacielos una
cadena Pioneer que había ganado claramente la batalla a la televisión. Por
aquel entonces, mi educación audiovisual era bastante extraña. Yo aprovechaba
las tardes que mi madre llegaba tarde del trabajo para ir a casa de mi vecino,
Jose, que vivía con tres gatas y una paloma y que tenía una gran tele con mando
a distancia y vídeo (al mudarme de casa, el vídeo se lo quedó mi padre) y todas
las películas de Disney en versión original. Reconozco que yo, no me enteraba
de nada, los diálogos eran lo de menos, pero su casa era mágica, llena de
antigüedades, alfombras traídas de diferentes partes del mundo, santos, libros
en pasta de cuero, cartas del Tarot,
fotos de Rocío Jurado firmadas y un altar con la Virgen del Rocío a la que
cambiábamos la ropa como yo hacía con mi Nancy. De este modo, el mundo de las
princesas vino a mí envuelto de un halo mágico y totalmente desprovisto de una
lectura hegemónica. Porque esa casa, ahora pensándolo con el tiempo era lo más queer que podía existir en el barrio
Salamanca de Madrid en los tempranos noventas.
Y he aquí que con la llegada de los canales privados, esa pequeña tele
gris volvió a ocupar un gran espacio de mi vida. Juana y Sergio y Julia me
han quitado horas de estudio y de sueño y me regalaron mi pasión por el
voleibol. Yo que era una niña escuchimizada, tímida y empollona que comenzó a
desear la hora del recreo como nunca antes había pasado. Organizábamos
liguillas entre clases y a cada uno de nosotros se le asignaba un personaje por
unanimidad. Mis potentes saques ensayados antes de volver a casa cada tarde y
mis recepciones precisas gracias a vivir en un primero y no molestar a nadie
con el balón, me hicieron ganarme el mote de Juana. Esa serie me ha marcado
porque me dio una pasión y un modo de evadirme de otra forma que no fueran las
interminables series de Barco de Vapor o las noches en torno a la radio en casa
de mi padre escuchando Sábanas blancas en
Radio Nacional.
La tele en los noventa, me normalizó. Y me ayudó a
socializarme. En el 92, tras un verano de Expo y Disneylandia (seguía siendo
fan del fenómeno Mickey) nos mudamos a la Coruña. Entré en un nuevo cole y
aprendí a divertirme bajo la lluvia. En
el colegio se daba gallego y a mí me ofrecieron la posibilidad de no hacerlo de
modo obligatorio. Pero yo había pillado el truco a esto de ser nueva. Si veía
los dibujos de la TVG, tenía inmediatamente tema de conversación y de juegos,
así que me apunté de cabeza a gallego para poder ver Capitán planeta o Dragon
Ball. Recuerdo también otra mezcla
extraña de influencias. Por una parte, con diez años supe que quería dedicarme
a la biología o a la medicina (se ve que, para vidente, no sirvo). Lo supe por La vida es así, que me tuvo como loca
queriendo conseguir el esqueleto que regalaban con la serie, y cuyas enseñanzas
sobre genética he aplicado hasta selectividad. Pero por otra extraña razón, a
mí también me divertía hacer el baile de las Mamachicho. Y sí, por primera vez,
después de Barbies y princesas Disney vi
la diferencia de lo que era ser niña y no un niño. A mí me hacían mucha gracia
y me encantaban los trajes que llevaban puestos en el VIP noche, yo solo veía
el disfraz. Con el tiempo me he planteado cómo pudimos crecer rodeadas de
Chicas “Chin chin” y muchachas en bikini bañándose en un jacuzzi con Gil y Gil,
ahora no sé qué influencia han tenido, pero la cosa es que me sé entera el Mama Chicho me toca.
Como recompensa por el cambio de ciudad mi madre no compró un
vídeo, que era lo que yo le pedía, sino que trajo el Canal +. Mi
preadolescencia está llena de imágenes de películas de Almodóvar que mi madre
nunca supo que vi, porno a rayas y documentales de la BBC. Hubo una serie que
me marcó pero que nunca me acuerdo cómo se llama, que echaban en el plus como
en el año 95. Se trataba de un hombre que había crecido pegado al televisor. De
modo que todo lo que le sucedía en la vida, podía asociarlo con una imagen, una
película o un momento de un programa de televisión. Me encantaba saber que era la única de mis
amigas que podía ver esa serie, y el hecho de no comentarlo con otra gente, la
hacía como mía. Durante un tiempo
intenté hacer algo parecido y cuando veía algo en la tele o el cine que me
gustara, intentaba asociarle un recuerdo. Por ejemplo: Tacones lejanos/Luz Casal en el R5/muñeiras/disfraz de
Cenicienta. Así tengo fragmentos de memoria prendidos a imágenes que me
marcaron de por vida.
Luego me reenganché a las series de familia, pero
esta vez había algo distinto en ellas. Todos, absolutamente todos, eran negros.
Creo que El príncipe de Bel Air, El show
de Bill Cosby, Webster o Cosas de
casa hicieron que nunca pensara en la diferencia, ya que sus historias eran
lo único que teníamos en las tardes interminables de dolores de piernas, Bollycao
y Antena 3.
Me acuerdo cuando me probé una falda y ya no me
cabía. Me habían crecido las caderas (y no por los Bollycaos) y mi cuerpo
adoptaba una forma extraña entre tabla de planchar y guitarra flamenca. No
sabía qué ponerme ni cómo ponerme. Hasta que llegó Blossom. Esta sí que es una de esas series que le cambian a una la
vida con 13 años. Todavía tengo los gorros que me compraba mi madre en Londres
cuando íbamos a ver a la familia. Flores, sombreros, mitones, medias de lana de
colores a media pierna, tirantes, tules y una chica normal, en una familia
imperfecta. Juro que la onda Blossom
fue como un soplo de aire fresco en nuestras vidas de pavo recién estrenado y
complejos hasta en la nuca.
A partir de
ese momento, tengo como un fundido en negro en el que aparecen Entrevista con el vampiro, Un pez llamado
Wanda y algunos fragmentos perdidos
de La flor de mi secreto. Y casi
después de estas imágenes, la televisión se mudó a un cuarto propio, “el
cuartito de la tele” que ha marcado la distribución de todas y cada una de
nuestras casas a partir de entonces. Si querías ver la tele, tenías
expresamente que “ir” a ver la tele. Así que como ya me pintaba el pelo de verde
y fumaba como una licenciada, el cuartito de la tele servía para “pitis” a
escondidas y besuqueos encubiertos. La tele de fondo y ningún referente más que
el que estábamos construyendo. Aunque nos hacíamos las duras, he de reconocer,
que eso sí, a la hora de comer, no faltaban los episodios de un recién
estrenado Al salir de clase,
“alsálir” para los amigos, que nos servían de guasa y petardeo a la hora del
descanso cuando nos escapábamos a “echar un pei”.
Me recuesto
en el sofá mientras ajusto la manta para que el portátil no me queme las
rodillas. De fondo, la televisión. Algún capítulo repetido de La que se avecina, y pienso que hace
tiempo que con esto de Internet, la tele no pasa de la tercera temporada de
series como A dos metros bajo tierra. Y lo vuelvo a hacer: A dos metros bajo tierra/asamblea/Génova/gimnasio/cocido/funk en el Clandestino.
Y finalmente, respondo a la pregunta: el cine y la
televisión me han ayudado a habitar mi memoria.